El cumplimiento de la ley, dicen, busca el bien común. Las autoridades nos lo recuerdan con firmeza: hay que respetar las reglas, y si no lo hacemos, ahí están las multas y sanciones listas para entrar en acción. Todo parece claro… hasta que cambiamos de lugar.
¿Qué pasa cuando los servicios públicos no funcionan como deberían? ¿Cuándo el Estado de derecho se siente más como una promesa que como una realidad? La lógica nos lleva a preguntarnos: si los ciudadanos enfrentamos consecuencias por no cumplir, ¿por qué no ocurre lo mismo con quienes gobiernan?
Claro, joder, nos queda el recurso del voto. Castigar en las urnas, dicen. Pero las elecciones llegan cada cierto tiempo, y mientras tanto, ¿qué hacemos con los baches, la inseguridad, la falta de respuestas?
La semana pasada, circulando por la ciudad, me tocó pasar —en distintos días— por varios retenes de la Procuraduría Estatal de Protección al Ambiente (Proespa). El objetivo, según dicen, es verificar que los vehículos cuenten con el holograma de verificación vigente. Si no lo tienes, el inspector te hace orillarte, y de ahí, directo a la grúa (sí, privada, por supuesto) y luego a la pensión.
Jode ver cómo estos “retenes pro-ecología” generan congestionamientos monumentales. Y lo peor: los mismos que supuestamente garantizan el cuidado del medio ambiente deberían saber que, entre más tiempo esté detenido un vehículo, más contamina. Pero, o no lo saben, o simplemente no les importa.
Nos guste o no, el cumplimiento de la ley no es opcional para los ciudadanos, aunque muchas veces las autoridades incumplan sus propias obligaciones o actúen con negligencia hacia la población. Está claro: debemos acatar las normas, más aún cuando se trata del medio ambiente. Pero ¿cómo motivarse cuando ves pasar autobuses del transporte público, patrullas, taxis y otros vehículos oficiales echando humo, y a ellos ¿nadie los detiene?
Sobre el retiro de vehículos, las opiniones están divididas. Algunos —abogados, opinólogos y demás especialistas— dicen que es ilegal. Las autoridades, en cambio, lo hacen con una seguridad que hasta intimida.
Y en cuanto a los beneficios de la verificación, lo mismo: poca claridad. No sabemos a dónde va el dinero de las multas ni qué programas se están implementando para combatir la contaminación en el estado.
Entonces uno se pregunta: ¿qué pasaría si nosotros, los ciudadanos, organizáramos nuestros propios retenes? Afuera de las oficinas públicas, por ejemplo. No dejar salir a los funcionarios hasta que cumplan con su trabajo. ¿Y si les aplicáramos multas directamente a su sueldo cuando no arreglan y los baches siguen y maltratan los vehículos, cuando sus obras están mal planeadas y perdemos tiempo, cuando nos dejan sin agua o nos hacen perder tiempo en filas interminables para realizar pagos o solicitar servicios?
Ellos, aunque hagan mal o incompleto su trabajo, se van a casa tranquilos, con su sueldo y prestaciones aseguradas. Pero nosotros, los ciudadanos, somos los que pagamos los platos rotos: con sanciones, con servicios mediocres, y con la sensación constante de que no hay consecuencias… para ellos.
En algún momento, los ciudadanos debemos dejar de resignarnos y exigir un Estado que funcione, que actúe con eficiencia y oportunidad. Y tener legisladores preocupados por tener leyes que obliguen a nuestras autoridades a rendir cuentas y cumplir con su trabajo, pero de verdad. Porque mientras el cumplimiento de la ley solo se aplique de un lado, la justicia no es más que una ilusión.