Después de unas semanas de descanso y nuevas experiencias, regreso a este espacio guay que me brinda Voces, al cual agradezco por permitirme compartir mis vivencias y reflexiones sobre lo que me rodea. Sin más preámbulos, les cuento lo ocurrido la semana pasada cuando decidí acudir a un banco para realizar un depósito.
Muchos se preguntarán: ¿por qué no hacerlo mediante transferencia? La respuesta es sencilla, aunque quizás poco sensata: quería asegurarme de que no hubiera problemas con la cuenta al momento del depósito. Así que fui temprano, con la esperanza de sortear largas filas y esperas.
Al llegar a la sucursal de BBVA México, me recibió una señorita que, en lugar de agilizar el trámite, parecía estar allí para discriminar. Lo primero que preguntó fue si tenía cuenta bancaria con ellos. Según la respuesta, seleccionaba una opción en un dispositivo electrónico y entregaba un papelito con un turno. Antes de darme el mío, insistió en que muchas operaciones podían hacerse en los cajeros automáticos, a lo que respondí que prefería ventanilla. Su reacción fue regalarme una mirada de “haga lo que quiera”.
Dentro de la sucursal, noté que éramos pocas personas esperando, pero una barrera impedía ver a los cajeros y a quienes estaban siendo atendidos. Quizás era una medida de seguridad, aunque muchas veces los incidentes provienen del personal que curra en el propio banco. A través de la barrera, apenas se distinguían las siluetas de los cajeros. De las 6 o 7 ventanillas disponibles, solo 4 estaban operativas, y cada transacción tomaba más de cinco minutos.
Desde luego, la tardanza en la atención en ventanilla trae como consecuencia que en poco tiempo se duplique la cantidad de personas que estamos a la espera; uno flipa cuando da un vistazo a la entrada y la señorita que “agiliza” la entrada también tiene una acumulación importante de clientes. Mientras que una persona del banco solo se asoma y ve que hay más clientes y se regresa a su lugar, con ganas de gritarle “abre más ventanillas carajo”, cosa similar que sucede en los supermercados. Sin embargo, decidí mantener mi paciencia.
Tras una hora, la cantidad de personas esperando triplicaba la inicial. Había agotado el tiempo viendo cotizaciones, tipo de cambio y el precio del oro —por cierto, $70,500 a la venta y $62,500 a la compra—, además del video repetitivo sobre cómo evitar fraudes. Finalmente, cansado y frustrado, arrugué el papelito con mi turno, que nunca apareció en la pantalla, y me fui recriminándome por haber asistido al banco.
Mi animadversión hacia esta institución no es nueva. Hace años intenté abrir una cuenta y no pude porque mi firma no coincidía exactamente en cada intento. “Si no puede hacerla idéntica, no podemos ayudarle”, dijeron. ¡Qué absurdo, coño!
Según datos de El Financiero, la Condusef reportó que en 2023 se registraron 67,422 reclamaciones en el sector bancario hasta junio. Banamex lideró con el 26% de quejas, seguido de BBVA con el 19% y Banorte con el 12%. Estas cifras solo reflejan a quienes deciden presentar una queja, pero muchos ni siquiera ven sentido en hacerlo, pues asumen que nada cambiará.
Es lamentable que las instituciones privadas que se benefician por sus servicios no valoren el tiempo de sus clientes. La atención al cliente debería ser un pilar fundamental para garantizar su éxito y fidelidad; pero, tristemente, estamos atrapados en servicios mediocres que parecen ignorar esta realidad.