La semana pasada, como todos los días, me dirigía a mi trabajo en el norte de la ciudad de Aguascalientes. El ajetreo habitual de las mañanas provoca que muchas personas circulen con prisa en sus vehículos. Me llamó la atención cómo, al conducir, solemos esperar que los peatones comprendan nuestra urgencia, dejando en segundo plano acciones como ceder el paso o respetar los cruces peatonales.
En esta rutina diaria comencé a observar con más atención a ciertas personas que, como yo, se dirigían a la misma zona de trabajo. Lo curioso fue notar cómo muchas de ellas, al dejar su automóvil, cambiaban por completo su actitud al convertirse en peatones. En ese nuevo rol, esperaban que los conductores les cedieran el paso y respetaran su derecho a cruzar con seguridad, como corresponde.
Lo que me pareció más contradictorio es que, cuando otros conductores no les brindaban ese respeto, reaccionaban con molestia e incluso con enojo. Lo que olvidaban —o elegían ignorar— es que ellos mismos, minutos antes, no habían tenido esa consideración cuando estaban al volante. Esta experiencia pone de manifiesto la importancia de mantener una actitud coherente y respetuosa, sin importar si vamos conduciendo o caminando.
Uno podría pensar que este tipo de situaciones no son objeto de estudio científico, pero la sociología del tránsito demuestra lo contrario. Esta disciplina analiza las interacciones sociales que ocurren en el espacio vial, examinando cómo las personas se relacionan entre sí y con el entorno urbano. En particular, estudia dinámicas de poder, cooperación y percepción del espacio público, especialmente desde la perspectiva de quienes conducen.
Un aspecto especialmente interesante es que la sociología del tránsito no se limita al estudio del desplazamiento de las personas en vehículos, sino que se centra también en cómo las personas modifican su comportamiento al adoptar distintos roles en la vía pública. Por ejemplo, un conductor que exige comprensión por su prisa mientras maneja, puede convertirse en un peatón que espera ser respetado y protegido al cruzar la calle. Esto revela cómo las normas sociales y percepciones se ajustan de acuerdo con las necesidades y el rol momentáneo de cada individuo. Al caminar, la percepción del riesgo se incrementa y se demanda respeto; al conducir, la urgencia parece justificar la omisión de esas mismas normas.
Sin duda, todos hemos tenido días en los que el tiempo apremia y necesitamos llegar con urgencia a algún lugar. En esos momentos, esperamos que los demás comprendan nuestra prisa, o al menos, que no representen un obstáculo. Hasta cierto punto, esta expectativa es comprensible. Sin embargo, lo que resulta contradictorio —y a veces frustrante— es cuando esos subnormales exigen consideración al conducir, pero no muestran la misma actitud cuando se convierten en peatones.
Esta falta de coherencia deteriora las interacciones sociales en el espacio público. Es como si algunos gillipollas creyeran que sus necesidades y su tiempo son más importantes que los de los demás. No se trata de negar que todos podemos tener prisa, sino de reconocer que también es necesario ceder, comprender y empatizar con quienes comparten la vía, ya sea a pie o al volante.
Vale la pena recordar que todos somos peatones en algún momento, y que el respeto en la calle empieza por una actitud coherente, independientemente del rol que estemos desempeñando.