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Apología del poder

Cobra fuerza la polémica en torno a la prohibición de los llamados “narcocorridos” y sus variantes, como los corridos “tumbados” o “bélicos”. Estados como Nayarit, Baja California, Chihuahua, Quintana Roo, Estado de México y Aguascalientes se han sumado a esta medida, argumentando que dichos géneros musicales exaltan la cultura del narcotráfico y hacen apología de la violencia.

Más allá de si estamos de acuerdo o no con este tipo de música, la discusión exige una mirada más profunda: ¿la música genera violencia o simplemente la refleja? ¿No deberíamos preguntarnos cuáles son los poderes que movilizan los discursos detrás de estas canciones, explorando sus funciones identitarias, sociales y políticas?

La Real Academia Española define “apología” como la defensa o alabanza que, por escrito o de palabra, se hace de alguien o algo. Es decir, no es exclusiva de un tema o fenómeno en particular. Por lo tanto, si tanto nos preocupa la apología de la violencia, ¿por qué no escandalizarnos con la que se hace desde el poder político?

Porque mientras se censuran canciones, se normalizan conductas mucho más graves, ejercidas desde la cúspide de las instituciones. ¿Qué ocurre cuando son los mismos funcionarios públicos quienes hacen uso del poder para violentar, humillar o imponer su voluntad sobre los ciudadanos?

Recordemos el caso del exgobernador de Chiapas (2012–2018), quien el 9 de diciembre de 2014 abofeteó a su asistente en un acto público en Huixtla, Chiapas. La agresión fue captada por un video casual que se viralizó, obligándolo a ofrecer una disculpa. ¿Y después? Nada. Una palmada institucional al agresor y silencio.

Más recientemente, el pasado 20 de septiembre de 2024, un senador denunció haber sido agredido verbal y físicamente por un ciudadano en la sala VIP de American Express en el AICM. Según su versión, la agresión se debió a su defensa de la reforma al Poder Judicial, aprobada el 11 de septiembre. Días después, el agresor, un abogado, ofreció una disculpa pública al senador. No obstante, lo que se observa en este episodio no es solo un altercado entre particulares, sino la instrumentalización del poder político para victimizarse y reforzar narrativas que polarizan a la sociedad.

¿No deberíamos, entonces, prohibir también este tipo de declaraciones y actitudes arrogantes de quienes ejercen el poder? ¿O es que la apología del poder es aceptable si viene de quienes se sienten moralmente superiores por ocupar un cargo público?

La normalización de estos abusos sienta las bases para una cultura política donde se considera legítimo hacer campaña no para servir, sino para mandar. Se valida la idea de que ser político es sinónimo de tener carta blanca para imponer la voluntad sobre quien piense distinto o se atreva a cuestionar.

No defiendo los corridos bélicos ni la narrativa que en muchos casos enaltecen. Pero tampoco caigamos en la trampa de pensar que la música es el origen del problema. Estas canciones no crearon la violencia; son el soundtrack de un Estado que ha convertido a los jóvenes en carne de cañón para los grupos criminales, abandonando sus oportunidades, su futuro y su voz.

La violencia estructural no se compone de notas musicales, sino de decisiones políticas. Y si vamos a hablar de “apologías peligrosas”, pongamos también en la mesa la más nociva de todas: la que justifica, encubre y perpetúa el abuso de poder.

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