En un mundo donde la individualidad emocional de las personas está expuesta a múltiples factores sociales y psicológicos, nos encontramos con la dependencia emocional hacia alguien para encontrar tranquilidad y un amor duradero. A menudo, esto implica ceder el control de nuestras emociones y sentimientos sin ser plenamente conscientes del significado de tal acción.
Amar y valorarse a uno mismo puede parecer algo evidente. ¿Por qué no habría de quererme? ¿Por qué dañaría mi propia persona, mis sentimientos o emociones? Sin embargo, la autoestima está intrínsecamente ligada a la valoración que adquirimos durante la infancia y la adolescencia. Aunque las experiencias y el desarrollo personal en los años posteriores pueden fortalecer o modificar nuestra percepción de nosotros mismos.
El amor propio es el cimiento de nuestra relación con nosotros mismos. Es el nivel de aceptación, respeto y consideración que cultivamos hacia nuestra propia persona. Este concepto, cercano a la autoestima, se erige como un pilar fundamental para el bienestar emocional y psicológico de cada individuo.
Según el psiquiatra Enrique Rojas, existen claves que determinan un buen nivel de amor propio: el juicio personal, la aceptación de uno mismo (virtudes y defectos), el aspecto físico (aceptación e integración), el patrimonio psicológico (aceptación de la personalidad); entorno sociocultural, el trabajo (fuente de satisfacción personal), desarrollo de la empatía y el altruismo.
Para muchos expertos, el amor propio conlleva una conexión más íntima y auténtica, siendo por ende, un logro más desafiante. Mientras que la autoestima representa una valoración más superficial que observamos de nosotros mismos, influenciada no solo por nuestras propias percepciones, sino también por la aprobación de los demás y el logro según diversas definiciones de éxito.
Los vínculos emocionales que desarrollamos en los distintos roles que desempeñamos en nuestra vida diaria, ya sea en la amistad, la familia o la pareja, deben mantener un equilibrio, especialmente en la forma en que nos relacionamos. Si permitimos que esta conexión se vuelva intensa, existe el riesgo de desarrollar un apego poco saludable, en el cual una persona llega a depender casi constantemente de otra, buscando su atención y exclusividad. Esto no significa que se deban evitar las relaciones ni el interés por los amigos, la familia y la pareja, sino encontrar una moderación entre la atención propia y la que se brinda a los demás.
Es importante diferenciar entre el interés que surge por una persona y el apego emocional. Cuando entramos en relaciones recíprocas de amistad, es normal que haya un interés genuino en conocer las actividades, aficiones y gustos de la otra persona. Esto nos permite identificar si compartimos intereses y facilita interacciones sociales más significativas. En el caso de las relaciones amorosas, descubrir o conocer estas actividades, aficiones y gustos pueden generar un mayor interés, e incluso llegar a desarrollar afinidad por los mismos. Sin embargo, surge un problema cuando se permite que los amigos o la pareja nos generen angustia debido a su comportamiento poco empático.
Cuando la frustración que se experimenta con un amigo o pareja surge de un proceso natural de adaptación y conocimiento mutuo, todo se encuentra dentro de lo que se considera “normal”. No olvidar, que se interactúa con alguien que tiene una conducta y educación diferente a las propias. Sin embargo, si la relación se torna tóxica, adictiva y posesiva, nos enfrentamos a un problema serio. Esto aplica en ambas direcciones, especialmente cuando se presenta la dependencia emocional.
Desarrollamos muy poco o incluso nada en absoluto nuestra educación emocional. Esta educación es crucial, ya que nos permite reconocer tanto nuestras limitaciones como las posibles alternativas para afrontar asuntos afectivos que puedan tener un impacto desproporcionado en nuestra vida. Es fundamental comprender también cuáles actitudes son perjudiciales y cuáles son normales cuando nos enfrentamos al desinterés, egoísmo o cobardía de los demás. Asimismo, identificar qué contribuye a que seamos temerosos, faltemos al compromiso o seamos incapaces de expresar lo que sentimos. Recuerdo que en una de mis clases, un profesor mencionó alguna vez que «la filosofía no surgió para hacer más desgraciados a los humanos, sino para liberarlos del miedo a través de la razón».
Interactuar con las diversas personalidades y comportamientos de las personas que se cruzan en nuestro camino es complejo, especialmente cuando algunos se convierten en amigos y unas pocas pueden traspasar la frontera hacia lo romántico. Por lo tanto, es fundamental cuidar y proteger nuestra persona, mente y espíritu, permitiendo mantener y cultivar un equilibrio y paz, evitando caer en apegos emocionales. No obstante, esto no exime a ninguno de nosotros, ni a los demás, de encontrarnos con personas que carguen consigo carencias emocionales.
Al nutrir el amor propio, es esencial comprender que el valor de un individuo no se determina por factores externos, sino por su esencia. Debemos evitar la tendencia a ser muy críticos con nosotros mismos y a recordarnos constantemente aquello que no nos gusta, los errores y los fracasos. Lo realmente emotivo de la vida reside en las experiencias y vivencias que nos permitimos tener, siempre y cuando no perdamos de vista nuestro propio valor y recordemos que siempre vendrá nuevas oportunidades, o quién sabe, incluso la posibilidad de recuperar lo que en su momento pareció perdido. No obstante, esto implica un riesgo y requiere reflexión, considerando la fugacidad de la vida.