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En realidad, durante la Colonia el municipio estaba sometido, como todas las provincias del imperio, a un excesivo centralismo que provenía de la misma Corona española y que se reproducía desde el Virrey, que acabó (o al menos menguó severamente) todo vestigio democrático. Pero el hecho más grave fue que desapareció el carácter de elegibilidad de sus integrantes y, en su lugar, prevaleció la enajenabilidad. Es decir, todo cargo municipal estaba en venta y las ordenanzas municipales se encontraban sujetas a revisión por los adelantados o los gobernadores, y en última instancia por el Virrey y el propio Rey. (Loc. Cit.)

Felipe III dispuso, junio 30 de 1620, la venta de regidurías a las “personas capaces y convenientes”, con lo cual benefició a los españoles que conquistaran nuevas tierras, así como a los peninsulares que las colonizaran o a sus descendientes. Desde luego, este comercio de cargos solamente aplicaba en los municipios de españoles, no así en de los indígenas.

“[…], en las ciudades y pueblos de españoles eran vendibles y renunciables los cargos de escribano de cabildo, los de número, alguaciles mayores, depositarios y fieles ejecutores. Como lo anota Esquivel y Obregón, en estos cargos sólo se hacía la enajenación por una vida, es decir, durante la del adquiriente.” (Martínez Cabañas, Op. Cit. P. 80)

Ya desde 1606 se dispuso la perpetuidad de los cargos. Sin embargo, los cabildos desempeñaban funciones precisas e importantes, tanto de tipo normativo y administrativo como de promoción económica, seguridad y justicia, tales como: (Faya Viesca, Op. Cit. P. 60)

  1. Obras públicas, cuyo financiamiento estaba a cargo de los beneficiarios.
  2. Ordenanzas de policía, mercados, vigilancia de pesas y medidas, la venta al mejor postor del derecho de comerciar carne y pan.
  3. Cuidar el acceso de los vecinos al usufructo de pastos y montes, en 10 leguas a la redonda.
  4. La facultad de disponer sobre bienes públicos y comunales para repartir libremente tierras, aguas, abrevaderos y pastos (Cédula Real del 4 de abril de 1532, Carlos V), preferentemente entre los regidores que no tuviesen tierras y “respetando las propiedades de los indios”.
  5. Regulaciones en materia de precios, condiciones para la elaboración de productos, requisitos para el ejercicio de oficios (sujetos a examen y a licencia municipal), inspección de obrajes y tiendas.
  6. Disposiciones para la organización de gremios.
  7. Administración de justicia por la violación a los ordenamientos o por los conflictos que se originasen por esta razón. (Moreno M. Manuel, Breve reseña histórica de la organización política y administrativa del Distrito Federal, 1943. Citado por Burgoa, Op. Cit. Pp. 103-104. Faya Viesca, Op. Cit. Pp. 62-63)
  8. Preceptos en materia de sanidad pública.

También a su cargo la administración del pósito, “fondo público que se destinaba a comprar productos agrícolas en tiempos de bonanza y venderlos en los ciclos de mala cosecha […], era un medio de previsión social”, así como de la alhóndiga, “especie de central de abastos que tenía por objeto evitar el intermediarismo”. (Martínez Cabañas, Op. Cit. P. 81. Ochoa Campos, Op. Cit. P. 155)

Todas estas reglamentaciones cumplieron la función de “una sana estructuración de los derechos y obligaciones de los vecinos en la comunidad”, por medio de “normas de carácter obligatorio y general”. (Faya Viesca, Op. Cit. P. 63)

En cuanto a la hacienda municipal en la Colonia, los ayuntamientos disponían de dos clases de bienes, 1) los comunes para disfrute de los vecinos, y 2) los propios, ya sea rústicos o urbanos (Faya Viesca, Op. Cit. P 61. Martínez Cabañas, Op. Cit. P. 83.), que servían para financiar las necesidades propias de la administración.

Así, los ingresos provenían de dos fuentes: 1) los que percibían de la explotación de los bienes los propios, mediante la administración directa o el arrendamiento, y 2) los arbitrios.

Los arbitrios llegaron a ser la principal fuente de ingresos. (Faya Viesca, Op. Cit. P. 62) Consistían en:

  1. Sisas que eran impuestos extraordinarios, especialmente al comercio, destinados a determinada obra o servicio.
  2. Derramas, aplicadas sólo con autorización especial del Rey, eran tributos que cubrían las poblaciones para sufragar el sostenimiento de un enviado ante la corte, para representar los intereses comunes de esas comunidades.
  3. Concesiones, consistentes en “rentas que el Rey cedía a algunos municipios”, ya sea de carácter tributario o por otros conceptos.

La Real Hacienda, no obstante, centralizaba la totalidad de los ingresos importantes, como la minería, la amonedación, licencias, comisos, lotería alcabala, licores. De esta manera las municipalidades siempre carecían de los recursos suficientes para atender sus necesidades. Debido a su natural expansión pudieron sobrevivir, por lo que las obras y los servicios necesarios para que los vecinos pudiesen trabajar y producir eran sufragadas por los propios habitantes. (Loc. Cit)

Hasta el siglo XVII, en los llamados “pueblos reducidos” las Leyes de Indias dictaban que se nombrasen Alcaldes y Regidores indios, cuyas municipalidades debían contar con aguas, tierras y montes, un ejido (tierras comunales) y entradas y salidas para los indígenas. Tales reducciones eran exclusivamente para indios, “estando prohibido a los españoles, negros y mestizos vivir en ellas y aun el tránsito por dichas reducciones estaba reglamentado”.

Los alcaldes de comunidades indígenas “ejercían funciones de policía, con la obligación de llevar a los delincuentes a la cárcel de españoles del distrito correspondiente y castigar a los indios que no asistieran a las misas […], así como a aquellos que se embriagaran o cometieran alguna falta de buen gobierno”. (Loc. Cit. Pp. 63 y 64)

Con ello, en realidad, el alcalde indio no era sino un medio para recordar a los pueblos indígenas la autoridad real, reforzándola. Aunque, explican los historiadores, “el indio no tenía perfecta conciencia de cuáles eran los mandos de autoridad, dado que ésta se encontraba muy dividida entre las figuras del Corregidor, los sacerdotes y el Alcalde”.

Confusión que se agravaba por la figura del cacique, cuya autoridad estaba por encima del alcalde, con jurisdicción real en materia civil y penal.

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