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Parte 1

De tiempo atrás –a partir de la alternancia— se ha insistido en la reforma del Estado. Colosio lo refirió como “reforma del poder” (expresión de la histórica deuda social y humana desde el dominio colonial), ante el México de injusticias que veía, y aún persiste. Renovar el pacto social, económico, político y cultural que vislumbraron las generaciones del Congreso de Anáhuac, de la Reforma liberal y del Constituyente de 1917.

En temas cruciales para el país como, entre otros, pobreza extrema, salvaje concentración del ingreso, empleo informal a la par del formal, seguridad pública, crisis del sector salud y el sistema educativo sin pies ni cabeza, rezago en la competitividad, la no protección del medio ambiente –incluso se propicia su degradación–, el neocacicazgo centralista que acentúa nuestro maltrecho y deforme federalismo, ha lugar al empeño de vislumbrar propuestas constructivas, que permitan a  nuestro país definir y conquistar un futuro más promisorio para esta y las siguientes generaciones de mexicanos.

¿Cómo se define un «cambio verdadero» que inspire? No «más de lo mismo» neoliberal, inoperante, disfrazado, cuyo fracaso denunció Colosio. Tampoco estatismo autoritario y, menos aún, demagógico-populista, que corrompe voluntad de los desposeídos.

No ha habido “voluntad política” ni compromiso estructural (atañe a todas las clases sociales). No son suficientes sólo los acuerdos formales en el Congreso, sino la concertación de los actores sociales y económicos. Facilitar la reforma hacendaria, como punto de partida, que involucre a estados y municipios, al sector privado y a los trabajadores, con agenda amplia, justa, que fortalezca las finanzas públicas que de manera transparente y eficiente intensifique la construcción de la infraestructura nacional que urge a la planta productiva, que las empresas reciban aliento e impulso. Recomponer a fondo la distribución del ingreso para reducir las desigualdades que agravian a la nación.

La gran agenda transformadora debe ser plan de ruta que fije el rumbo de mediano plazo. No sólo paquete económico cortoplacista. Ir mucho más allá de la «receta» trillada e indefinida de la salvación nacional por el remedo impúdico, tosco, chapucero, de las tres históricas reformas (Independencia, Reforma, Revolución social].

Establecer las bases para crecer, invertir más y generar más empleo formal con salarios justos ante el resbaladizo entorno internacional; definir los sectores detonadores para impulsar eso que se ha llamado desarrollo con justicia, con estrategias innovadoras de ataque a la pobreza y la desigualdad No sólo mejor educación básica, sino ampliar en cobertura y calidad la superior, técnica y tecnológica.

 

 

 

Los retos requieren Estado macizo, estratega, aliado al sector productivo industrial y agropecuario –privado, trabajadores y jornaleros–, sujeto a los controles de la democracia. Más y mejor política (diálogo y concertación), eficaz administración y menos discursos. 

Renovar y crear instituciones, menos feudalismo y más federalismo, más rendición de cuentas y ataque intransigente a la corrupción, que no quede en la demagogia que imputa a otros para encubrir la propia.

Los problemas siguen siendo nacionales pero las soluciones, aunque se dice que son locales, no se dictan en la medida de las condiciones de cada región sino según los «estándares globales» (y esto sólo es una manera de decirlo): lo que sufre México (al igual que el resto de América Latina) es que las decisiones en materia de economía y bienestar social no se asumen según las demandas y necesidades de cada pueblo, sino que responden al proceso global de especulación, reproducción y acumulación de capital.

¿Cómo se distribuye la renta nacional? O se aplica en bienestar social o se aplica a la concentración de la riqueza o (sobre todo en el caso de las potencias) al armamentismo y el militarismo… ¿Quién decide y cómo las prioridades? Y, en este mundo globalizado, no son los Congresos ni la voluntad ciudadana, sino son quienes controlan la economía mundial: multinacionales y potencias. Todo ello, además, de la impertinencia, estulticia y corrupción de los gobiernos domésticos (de un partido u otro, de un color u otro). El problema, en fin, no radica en la democracia sino en la perversión de ésta en plutocracia.

Cambiamos de partido gobernante, (alternancia, que a eso se ha reducido “transición a la democracia”). El problema no es el partido sino la dictadura económica global que se reproduce a escala nacional. Forma de sociedad, Estado y gobierno en los cuales prevalece la ética –es un decir—de la corrupción, que no es exclusiva de los gobiernos, pero en su seno destaca la colusión de élites económicas con cúpulas financieras y políticas (y hasta clericales). No solamente son los gobernantes voraces e ineptos, sino junto a ellos, alentándolos, la casta empresarial.

El reto es cómo podemos traducir la inconformidad social y la iracundia ciudadana en movimientos eficaces de cambio político y económico, y, quizás principalmente, de cambio cultural. Democracia que privilegie, además de libertades y derechos básicos, las condiciones de vida digna, sana, educada, con oportunidades que, según creemos, merece todo ser humano.

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